jueves, 31 de marzo de 2011

MATERIAL TALLER COURTOISIE


Raymond Carver


(1939-1988)

Mecánica Popular



      Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana -una ventana abierta a la altura del hombro- que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.
      Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
      —¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas! —gritó—. ¿Me oyes?
      Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.
      —¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas!—.Empezó a llorar—. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
      Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
      Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después dio la vuelta y volvió a la sala.
      —Trae eso aquí —le ordenó él.
      —Coge tus cosas y lárgate—contestó ella.
      Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.
      Ella estaba en el umbral de la cocina con el niño en los brazos.
      —Quiero al niño —dijo él.
      —¿Estás loco?
      —No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
      —A este niño no lo tocas —le advirtió ella.
      El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
      —Oh! Oh! —exclamó ella mirando al niño.
      Él avanzó hacia ella.
      —¡Por el amor de Dios! —se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
      —Quiero el niño.
      —¡Fuera de aquí!
      Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina.
      Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
      —Suéltalo —dijo.
      —¡Apártate! ¡Apártate! —gritó ella.
      El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina.
      Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al niño y empujó con todo su peso.
      —Suéltalo —repitió.
      —No —dijo ella—. Le estás haciendo daño al niño.
      —No le estoy haciendo daño.
      Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la casi oscuridad él trató de abrir los aferrados dedos de ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
      Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
      —¡No! —gritó al darse cuenta que sus manos cedían.
      Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó atrás.
      Pero él no lo soltaba.
      Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas.
      Así, la cuestión quedó zanjada.





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Memorias de un perro amarillo
O. Henry

No creo que ninguno de ustedes vaya a rasgarse las vestiduras por leer un relato puesto en boca de un animal. El señor Kipling y muchos otros buenos escritores han demostrado que los animales son capaces de expresarse en provechoso inglés, y hoy en día ninguna revista pasa a imprenta sin una historia de animales, a excepción de las articuladas publicaciones mensuales que todavía siguen sacando retratos de Bryan y de la horrorosa erupción de Mont Pelée.

Pero no vayan ustedes a buscar en mi cuento ningún tipo de literatura pretenciosa, como la de los parlamentos de Bearoo el oso, Snakoo la serpiente y Tammanoo el tigre, reflejados en los libros de la jungla. No puede esperarse que un perro amarillo que ha pasado la mayor parte de su vida en un departamento barato de Nueva York, durmiendo en un rincón sobre una vieja combinación de satén (la misma sobre la que ella derramó el oporto en el banquete de la señora Longshoremen), sea capaz de grandes trucos en el arte de hablar.

Nací cachorro amarillo; con fecha, localidad, pedigrí y peso desconocidos. Mi primer recuerdo es que una vieja me tenía dentro de una cesta en la esquina de Broadway con la calle Veintitrés, tratando de venderme a una señora gorda. La vieja Mamá Hubbard se dedicaba a hacerme publicidad sin límites, anunciándome como un genuino fox-terrier de Stoke Poges, de origen pomeranio-hambletonio, chino, hindú y rojo irlandés. La mujer gorda empezó a rebuscar un billete de cinco dólares entre las muestras de gros grain que llevaba en el bolso hasta que logró cazarlo, y se dio por vencida. Desde aquel momento me convertí en una mascota, en el caprichito de mamá. Dígame, querido lector, ¿le ha cogido a usted alguna vez una mujer de noventa kilos, echándole el aliento con aroma de Camembert y Peau d’Espagne y restregándole la nariz por todo el cuerpo, al tiempo que repetía sin cesar con un tono de voz a lo Emma Eames: «¿Quién es la cosita más chiquitita y más preciosa de su amita?»

De ser un cachorro amarillo con pedigrí pasé a ser un anónimo chucho amarillo que parecía un cruce de gato de Angora con una caja de limones. Pero mi ama nunca se apeó del burro. Tenía la certeza de que los dos primitivos cachorros que Noé recogió en su arca no eran sino una rama colateral de mis antepasados. Dos policías tuvieron que impedirle la entrada en el Madison Square Garden donde pretendía presentarme al premio de sabuesos siberianos.

Les hablaré ahora de aquel departamento. La casa era del tipo más común en Nueva York, con mármol de la isla de Paros en el suelo del portal y terrazo a partir del primer piso. Había que subir... bueno, más bien trepar tres tramos de escaleras hasta nuestro hogar. Mi ama lo alquiló sin amueblar, y lo decoró con los elementos habituales: tresillo tapizado estilo 1902, un cromo al óleo que representaba a una geishas en un salón de té de Harlem, plantas artificiales y un marido.

¡Por Sirius!, qué pena me daba aquel pobre bípedo. Era un hombre pequeño, con pelo y patillas color de arena, muy semejantes a las mías. ¿Picoteado por la gallina de su mujer? Tucanes, flamencos y pelícanos parecían tenerle dominado bajo sus picos. Secaba los platos y escuchaba a mi ama contarle lo baratas y andrajosas que eran las ropas tendidas por la vecina del segundo, la del abrigo de ardilla. Y todas las noches, mientras ella preparaba la cena, lo obligaba a sacarme de paseo atado al extremo de una correa.

Si los hombres supiesen cómo las mujeres pasan el tiempo cuando están solas no se casarían jamás. Laura Lean Jibbey, un poco de crema de almendras sobre los músculos del cuello, cascar cacahuetes, los platos sin fregar, media hora de cháchara con el hombre del hielo, lectura de un montón de cartas viejas, un par de tapas de escabeche y dos botellas de extracto de malta, una hora entera mirando furtivamente al piso del otro lado del patio por un agujero de la ventana..., y poco más queda por contar. Veinte minutos antes de que él llegue del trabajo se apresuran a arreglar la casa, cambian de cara para no dejar translucir su holgazanería, y sacan gran cantidad de labores de costura para hacer un paripé de diez minutos.

Llevaba yo una vida perra en aquel piso. La mayor parte del día me la pasaba tumbado allí, en mi rincón, viendo cómo aquella mujer gorda mataba el tiempo. A veces me dormía y tenía sueños imposibles en los que perseguía a gatos por los sótanos y gruñía a viejas de negros mitones, tal y como se supone que debe hacer un perro. Entonces ella se cernía sobre mí y me lanzaba una de aquellas sartas de cursilerías de caniche y me besaba en el hocico, pero ¿qué podía hacer yo? Un perro no puede mascar ajos.

Empecé a sentir compasión por Maridito, ¡se los juro por mis gatos! Nos parecíamos tanto que la gente se daba cuenta cuando salíamos, y así andábamos desconcertados por las calles por las que baja el taxi de Morgan, y nos poníamos a trepar por los montones de la última nieve de diciembre en los barrios donde vive la gente de poco dinero.

Una tarde en que íbamos paseando como digo, y yo intentaba parecer un San Bernardo con premio, y el buen viejo pretendía simular que no había asesinado al primer organillero al que se le ocurriese tocar la marcha nupcial de Mendelssohn, miré hacia mi amo y le dije a mi manera:

-¿Por qué te amargas la vida, tú, soldado británico con galones de estopa? A ti jamás te besa. No tienes que sentarte en su regazo y escuchar una charla que lograría que un libreto de comedia musical pareciese las máximas de Epicteto. Tendrías que estar agradecido por no ser un perro. Ánimo, Benedick, y sacúdete de encima las melancolías.

El desdichado cónyuge me miró con una mirada de inteligencia casi canina.

-¡Ay, perrito! -dijo-. Perrito bueno. Casi parece como si fueras capaz de hablar. ¿Qué te pasa, perrito, hay gatos?

¡Gatos! ¡Capaz de hablar!

Pero, naturalmente, no podía entenderme. A los humanos les ha sido negado el lenguaje animal. El único lugar común de entendimiento entre los perros y el hombre está en la ficción.

En el piso frente al nuestro vivía una señora con un terrier negro y canela. Su marido le ponía la traílla y lo sacaba todas las tardes, pero siempre volvía a casa silbando y de buen humor. Un día nos rozamos los hocicos el terrier y yo en el descansillo, y le pedí una explicación.

-Escucha, Brinca-y-salta -le dije-, sabes muy bien que no es propio de la naturaleza de un hombre de verdad el hacer de niñera de un perro en público. No he visto jamás a ninguno de los que llevan a un perro con una correa que no diese la impresión de querer pegar a cualquier hombre que le mirara. Pero tu jefe vuelve todos los días a casa de un humor excelente y tan dispuesto como un prestidigitador aficionado haciendo el truco del huevo. ¿Cómo lo consigue? No vayas a decirme que le gusta.

-¿Que qué hace? -dijo el negro-y-canela-. Pues, usa el Propio Remedio de la Naturaleza. Al principio volvía a casa como quien acaba de perder su pasta al póquer. Cuando hemos estado ya en ocho bares, le da lo mismo si la cosa que tiene al final de la traílla es un perro o un bagre. He perdido dos pulgadas de rabo en mis intentos por esquivar esas dichosas puertas giratorias.

La pista que me dio aquel terrier -satisfactoria imitación de vodevil- me hizo pensar.

Una tarde, alrededor de las seis, mi ama le ordenó que se pusiese en acción y realizase el acto de oxigenar a «Bello». He tratado de mantenerlo oculto hasta ahora, pero así es como me llamaba. Al negro-y-canela le llamaban «Dulzor». Bien mirado, creo ser mejor que él cazando conejos. Aun así, opino que «Bello» es una especie de lata nominal colgada del rabo de la dignidad de uno.

En un lugar tranquilo de una calle sin peligros tiré de la correa de mi guardián frente a una atractiva y refinada cantina. Me lancé como una flecha furiosa hacia las puertas, gimiendo como un perro que pretende comunicar el mensaje de que la pequeña Alice acaba de hundirse en el lodo mientras está recogiendo lilas en el arroyo.

-Caray, ¿qué ven mis ojos? -dijo el viejo con un remedo de sonrisa-; que Dios me prive de la vista si este chucho azafrán hijo de limonada con sifón, no me está pidiendo que me tome una copa. Vamos a ver, ¿cuánto tiempo hace que no ahorro suela de zapato apoyándola en la barra de un bar? Me parece que...

Comprendí que ya estaba en mis manos. Pidió whisky a palo seco, sentado ante una mesa. Durante una hora estuvieron llegando los Campbell. Yo me senté a su lado llamando al camarero con golpecitos de la cola, y consumiendo comida gratis en nada comparable a la que mamá traía al departamento en su carrito casero después de comprarla en una tienda ocho minutos antes de que llegase papá.

Cuando se habían agotado todos los productos escoceses, excepto el pan de centeno, el viejo me desató de la pata de la mesa y me sacó jugueteando a la calle como un pescador sacaría a un salmón. Al llegar allí me quitó el collar y lo tiró al suelo.

-Pobre perrito -dijo-; mi buen perrito. Ella no volverá a besarte nunca más. Es una condenada vergüenza. Mi buen perrito, aléjate, déjate pillar por un tranvía y sé feliz.

Me negué a marcharme. Salté y retocé alrededor de sus piernas, tan feliz como un doguillo en una alfombra.

-Óyeme bien, viejo cazador de marmotas con cerebro de mosquito -empecé a decirle-, tú, viejo sabueso aullalunas, ojeaconejos y robahuevos, ¿es que no te das cuenta de que no quiero abandonarte? ¿No te das cuenta de que los dos somos cachorros perdidos en el bosque y que el ama es el tío cruel que te persigue a ti con el trapo de secar los platos y a mí con el linimento matapulgas y un lacito rosa para atármelo al rabo? ¿Por qué no cortar con eso para siempre y ser compañeros hasta la muerte?

-Perrito -repuso al fin-, no vivimos más que una docena de vidas en esta tierra, y muy pocos de nosotros llegamos a vivir más de trescientos años. Si vuelvo a ver ese departamento en mi vida es que soy un fracasado, y si lo vuelves a ver tú es que eres un lameculos, y no hablo en broma. Apuesto sesenta contra uno a que este caballo gana por la longitud de un perro tejonero.

No había correa ya, pero fui trotando junto a mi amo hacia el transbordador de la calle Veintitrés. Y los gatos que se cruzaron en nuestro camino tuvieron sobradas razones para dar gracias por haber sido dotados de uñas prensiles.

Al llegar a la orilla de Jersey, mi amo le dijo a un forastero que estaba allí de pie comiendo un bollo recién hecho:

-Yo y mi perrito nos dirigimos a las montañas Rocosas.

Pero cuando más dichoso me sentí fue cuando mi viejo me tiró de las dos orejas hasta que aullé, y dijo:

-Óyeme bien, cabeza de mono, cola de rata, hijo azufrado de un felpudo, ¿sabes cómo te voy a llamar?

Me acordé de «Bello» y gemí lastimeramente.

-Te voy a llamar «Pedrito» -dijo mi amo, y si yo hubiera tenido cinco colas no habría tenido suficientes para agitarlas celebrando merecidamente el hecho.

FIN




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RYUNOSUKE AKUTAGAWA

EN EL BOSQUE



Autor: Ryunosuke Akutagawa (1892-1927), escritor japonés. Entre sus libros citaremos Cuentos grotescos y curiosos, Los tres tesoros, Kappa, Rashomon, Cuentos breves japoneses. Tradujo al japonés obras de Browning. Antes de quitarse la vida Akutagawa escribió esta frase: «Una vaga inquietud».

Selección de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, “Los Mejores Cuentos Policiales “
ALIANZA EMECÉ 1993 –Madrid.






DECLARACION DEL LEÑADOR INTERROGADO POR EL OFICIAL DE INVESTIGACIONES
DE LA KEBUSHI
-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que me acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la víctima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese pa­raje de la carretera.


DECLARACION DEL MONJE BUDISTA INTERROGADO POR EL MISMO OFICIAL
-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. El marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mu­jer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su cara. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku1 cuatro sun2, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien ar­mado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago... Lo lamento... no encuentro palabras para expresarlo...


DECLARACION DEL SOPLON INTERROGADO POR EL MISMO OFICIAL
-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero lla­mado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía ha­ber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong1, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mis­mas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él el que mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo.
No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.


DECLARACION DE UNA ANCIANA INTERROGADA
POR EL MISMO OFICIAL
-Sí, es el cadáver de mi yerno. El no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se lla­maba Takehiro Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No cono­ció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba ese destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos ahogaron sus palabras.


CONFESION DE TAJOMARU
Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de tor­turas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante... Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Re­pentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como la que ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesa­riamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras que voso­tros matáis por medio del poder, del dinero, y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matáis vosotros, la  sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la habéis matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta, me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa iró­nica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar al hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo bus­caba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encon­tró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo espe­raba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos... Era el lugar ideal para poner en prác­tica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su ma­rido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría cos­tado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan fu­rioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conse­guí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecorta­damente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mu­jer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes ha­brán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé lle­vármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resis­tido más de veinte... (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada.
¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)


CONFESION DE UNA MUJER QUE FUE AL TEMPLO DE KIYOMIZU
-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instinti­vamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido... un resplandor verdaderamente extraño... Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposi­bilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera, ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia. El bandido había desaparecido, y mi marido se­guía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentí en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante, me aproximé a mi marido, y le dije:
-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situa­ción horrible en que me encuentro, ya no podré seguir con­tigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte. Has sido testigo de mi ver­güenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal.
Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol po­niente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después... ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle... ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido... qué podría hacer. Aunque yo... yo... (Estalla en sollozos.)


LO QUE NARRÓ EL ESPIRITU POR LABIOS DE UNA BRUJA
-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Natural­mente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No le escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. El le decía: «Ahora que tu cuerpo fue manci­llado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos.
Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¿Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado? Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Má­talo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible? ¿Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas? Palabras que... (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas, hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone, ¿no tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza? ¿Quieres que la mate? ...».
Solamente por esta actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, inter­nándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla.
Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que mur­muraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera can­taba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo del sol que desaparecía... Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel mo­mento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar...
(Diciembre de 1921.)


FIN


1 El shaku es una antigua medida de longitud que equivalía, apro­ximadamente, a unos treinta centímetros.
2 El sun era la décima parte de un shaku.
1 Qué hora viene a ser la primera del Kong es difícil de estable­cer en nuestra época civilizada, en la que los horarios se han hecho variables para -entre otras cosas- mejor aprovechar la luz del día. Digamos que la primera del Kong es, como dice el texto, «al caer la noche», cuando la tensión eléctrica comienza a disminuir.



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(1899-1961)

Los asesinos
      La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
      —¿Qué van a pedir? —les preguntó George.
      —No sé —dijo uno de ellos—. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?
      —Qué sé yo —respondió Al—, no sé.
      Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
      —Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas —dijo el primero.
      —Todavía no está listo.
      —¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?
      —Esa es la cena —le explicó George—. Puede pedirse a partir de las seis.
      George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
      —Son las cinco.
      —El reloj marca las cinco y veinte —dijo el segundo hombre.
      —Adelanta veinte minutos.
      —Bah, a la mierda con el reloj —exclamó el primero—. ¿Qué tenés para comer?
      —Puedo ofrecerles cualquier variedad de sánguches —dijo George—, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife.
      —A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
      —Esa es la cena.
      —¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
      —Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado...
      —Jamón con huevos —dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
      —Dame tocino con huevos —dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
      —¿Hay algo para tomar? —preguntó Al.
      —Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas —enumeró George.
      —Dije si tenés algo para tomar.
      —Sólo lo que nombré.
      —Es un pueblo caluroso este, ¿no? —dijo el otro— ¿Cómo se llama?
      —Summit.
      —¿Alguna vez lo oíste nombrar? —preguntó Al a su amigo.
      —No —le contestó éste.
      —¿Qué hacen acá a la noche? —preguntó Al.
      —Cenan —dijo su amigo—. Vienen acá y cenan de lo lindo.
      —Así es —dijo George.
      —¿Así que creés que así es? —Al le preguntó a George.
      —Seguro.
      —Así que sos un chico vivo, ¿no?
      —Seguro —respondió George.
      —Pues no lo sos —dijo el otro hombrecito—. ¿No cierto, Al?
      —Se quedó mudo —dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó: —¿Cómo te llamás?
      —Adams.
      —Otro chico vivo —dijo Al—. ¿No, Max, que es vivo?
      —El pueblo está lleno de chicos vivos —respondió Max.
      George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
      —¿Cuál es el suyo? —le preguntó a Al.
      —¿No te acordás?
      —Jamón con huevos.
      —Todo un chico vivo —dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
      —¿Qué mirás? —dijo Max mirando a George.
      —Nada.
      —Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
      —En una de esas lo hacía en broma, Max —intervino Al.
      George se rió.
      —Vos no te rías —lo cortó Max—. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés?
      —Está bien —dijo George.
      —Así que pensás que está bien —Max miró a Al—. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
      —Ah, piensa —dijo Al. Siguieron comiendo.
      —¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? —le preguntó Al a Max.
      —Ey, chico vivo —llamó Max a Nick—, andá con tu amigo del otro lado del mostrador.
      —¿Por? —preguntó Nick.
      —Porque sí.
      —Mejor pasá del otro lado, chico vivo —dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
      —¿Qué se proponen? —preguntó George.
      —Nada que te importe —respondió Al—. ¿Quién está en la cocina?
      —El negro.
      —¿El negro? ¿Cómo el negro?
      —El negro que cocina.
      —Decile que venga.
      —¿Qué se proponen?
      —Decile que venga.
      —¿Dónde se creen que están?
      —Sabemos muy bien donde estamos —dijo el que se llamaba Max—. ¿Parecemos tontos acaso?
      —Por lo que decís, parecería que sí —le dijo Al—. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este chico? —y luego a George— Escuchá, decile al negro que venga acá.
      —¿Qué le van a hacer?
      —Nada. Pensá un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
      George abrió la portezuela de la cocina y llamó: —Sam, vení un minutito.
      El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
      —¿Qué pasa? —preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
      —Muy bien, negro —dijo Al—. Quedate ahí.
      El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
       —Sí, señor —dijo. Al bajó de su taburete.
      —Voy a la cocina con el negro y el chico vivo —dijo—. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico vivo.
      El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna.
      —Bueno, chico vivo —dijo Max con la vista en el espejo—. ¿Por qué no decís algo?
      —¿De qué se trata todo esto?
      —Ey, Al —gritó Max—. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
      —¿Por qué no le contás? —se oyó la voz de Al desde la cocina.
      —¿De qué creés que se trata?
      —No sé.
      —¿Qué pensás?
      Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
      —No lo diría.
      —Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
      —Está bien, puedo oírte —dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos—. Escuchame, chico vivo —le dijo a George desde la cocina—, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la izquierda —parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
      —Decime, chico vivo —dijo Max—. ¿Qué pensás que va a pasar?
      George no respondió.
      —Yo te voy a contar —siguió Max—. Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
      —Sí.
      —Viene a comer todas las noches, ¿no?
      —A veces.
      —A las seis en punto, ¿no?
      —Si viene.
      —Ya sabemos, chico vivo —dijo Max—. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
      —De vez en cuando.
      —Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine.
      —¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
      —Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
      —Y nos va a ver una sola vez —dijo Al desde la cocina.
      —¿Entonces por qué lo van a matar? —preguntó George.
      —Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
      —Callate —dijo Al desde la cocina—. Hablás demasiado.
      —Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
      —Hablás demasiado —dijo Al—. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
      —¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
      —Uno nunca sabe.
      —En un convento judío. Ahí estuviste vos.
      George miró el reloj.
      —Si viene alguien, decile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás vos. ¿Entendés, chico vivo?
      —Sí —dijo George—. ¿Qué nos harán después?
      —Depende —respondió Max—. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
      George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
      —Hola, George —saludó—. ¿Me servís la cena?
      —Sam salió —dijo George—. Volverá alrededor de una hora y media.
      —Mejor voy a la otra cuadra —dijo el chofer.
      George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
      —Estuviste bien, chico vivo —le dijo Max—. Sos un verdadero caballero.
      —Sabía que le volaría la cabeza —dijo Al desde la cocina.
      —No —dijo Max—, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
      A las siete menos cinco George habló:
      —Ya no viene.
      Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sánguche de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió.
      —El chico vivo puede hacer de todo —dijo Max—. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
      —¿Sí? —dijo George— Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
      —Le vamos a dar otros diez minutos —repuso Max.
      Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
      —Vamos, Al —dijo Max—. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
      —Mejor esperamos otros cinco minutos —dijo Al desde la cocina.
      En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
      —¿Por qué carajo no conseguís otro cocinero? —lo increpó el hombre—. ¿Acaso no es un restaurante esto? —luego se marchó.
      —Vamos, Al —insistió Max.
      —¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
      —No va a haber problemas con ellos.
      —¿Estás seguro?
      —Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
      —No me gusta nada —dijo Al—. Es imprudente, vos hablás demasiado.
      —Uh, qué te pasa —replicó Max—. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
      —Igual hablás demasiado —insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas.
      —Adios, chico vivo —le dijo a George—. La verdad que tuviste suerte.
      —Es cierto —agregó Max—, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
      Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
      —No quiero que esto vuelva a pasarme —dijo Sam—. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
      Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca.
      —¿Qué carajo...? —dijo pretendiendo seguridad.
      —Querían matar a Ole Andreson —les contó George—. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
      —¿A Ole Andreson?
      —Sí, a él.
      El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
      —¿Ya se fueron? —preguntó.
      —Sí —respondió George—, ya se fueron.
      —No me gusta —dijo el cocinero—. No me gusta para nada.
      —Escuchá —George se dirigió a Nick—. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
      —Está bien.
      —Mejor que no tengas nada que ver con esto —le sugirió Sam, el cocinero—. No te conviene meterte.
      —Si no querés no vayas —dijo George.
      —No vas a ganar nada involucrándote en esto —siguió el cocinero—. Mantenete al margen.
      —Voy a ir a verlo —dijo Nick—. ¿Dónde vive?
      El cocinero se alejó.
      —Los jóvenes siempre saben que es lo que quieren hacer —dijo.
      —Vive en la pensión Hirsch —George le informó a Nick.
      —Voy para allá.
      Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
      —¿Está Ole Andreson?
      —¿Querés verlo?
      —Sí, si está.
      Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
      —¿Quién es?
      —Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson —respondió la mujer.
      —Soy Nick Adams.
      —Pasá.
      Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
      —¿Qué pasó? —preguntó.
      —Estaba en lo de Henry —comenzó Nick—, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
      Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
      —Nos metieron en la cocina —continuó Nick—. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
      Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
      —George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
      —No hay nada que yo pueda hacer —Ole Andreson dijo finalmente.
      —Le voy a decir cómo eran.
      —No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: —Gracias por venir a avisarme.
      —No es nada.
      Nick miró al grandote que yacía en la cama.
      —¿No quiere que vaya a la policía?
      —No —dijo Ole Andreson—. No sería buena idea.
      —¿No hay nada que yo pudiera hacer?
      —No. No hay nada que hacer.
      —Tal vez no lo dijeron en serio.
      —No. Lo decían en serio.
      Ole Andreson volteó hacia la pared.
      —Lo que pasa —dijo hablándole a la pared— es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
      —¿No podría escapar de la ciudad?
      —No —dijo Ole Andreson—. Estoy harto de escapar.
      Seguía mirando a la pared.
      —Ya no hay nada que hacer.
      —¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
      —No. Me equivoqué —seguía hablando monótonamente—. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
      —Mejor vuelvo a lo de George —dijo Nick.
      —Chau —dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick—. Gracias por venir.
      Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
      —Estuvo todo el día en su cuarto —le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras—. No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas.
      —No quiere salir.
      —Qué pena que se sienta mal —dijo la mujer—. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
      —Sí, ya sabía.
      —Uno no se daría cuenta salvo por su cara —dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal—. Es tan amable.
      —Bueno, buenas noches, Señora Hirsch —saludó Nick.
      —Yo no soy la Señora Hirsch —dijo la mujer—. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Señora Bell.
      —Bueno, buenas noches, Señora Bell —dijo Nick.
      —Buenas noches —dijo la mujer.
      Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
      —¿Viste a Ole?
      —Sí —respondió Nick—. Está en su cuarto y no va a salir.
      El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
      —No pienso escuchar nada —dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
      —¿Le contaste lo que pasó? —preguntó George.
      —Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
      —¿Qué va a hacer?
      —Nada.
      —Lo van a matar.
      —Supongo que sí.
      —Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
      —Supongo —dijo Nick.
      —Es terrible.
      —Horrible —dijo Nick.
      Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
      —Me pregunto qué habrá hecho —dijo Nick.
      —Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
      —Me voy a ir de este pueblo —dijo Nick.
      —Sí —dijo George—. Es lo mejor que podés hacer.
      —No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible.
      —Bueno —dijo George—. Mejor dejá de pensar en eso.












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 TALLERES DE RAFAEL COURTOISIE

Existen textos inclasificables según los tradicionales géneros literarios, textos que provocan, conmueven y estallan en diversas posibilidades y significados.
El ejercicio consiste en analizar  el mecanismo de uno de esos textos y eventualmente construir uno.

a) Leer el texto de Cortázar (de “Historias de Cronopios y de Famas”)
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Instrucciones para llorar

Julio Cortázar

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
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b) Enumerar los “tipos de llanto” que el texto clasifica

c) Debatir en torno a si es
i) un texto reflexivo
ii) una pieza narrativa (con el establecimiento de tiempo ficcional y personajes)
iii) otro tipo de texto, en cuyo caso, procurar ponerle un nombre a ese tipo de escritura, definirla

c) Escribir un texto en ese estilo (Por ej. : instrucciones para ducharse, instrucciones para limpiarse y/o cortarse las uñas, instrucciones para comer espaghettis, instrucciones para dar monedas en los semáforos, etc. etc.) Se sugiere emplear una imaginación completamente abierta y el  sentido del humor como herramienta expresiva.

d) Dividir el grupo en subgrupos de dos o tres.
 Inventar títulos de manuales “útiles”. Por ej.: “Cómo ser viudo”, “Como ser madre soltera”, “Cómo ser simpático”, “Manual del buen rapiñero”, “Manual del vendedor de ilusiones”, “manual del suicida”, etc. etc.
Si hay tiempo, escribir un esbozo de esos manuales.