Soy leñador. El nombre no importa. La choza
en que nací y en la que pronto habré de morir queda al borde del bosque. Del
bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea toda la tierra y por el que
andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he visto. Tampoco he
visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos chicos, me hizo
jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara un solo
árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré
buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En
el bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue
infiel. No he llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no
ven. En la aldea, a la que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro
pero ¿qué puede haber juntado un leñador del bosque?
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo, envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del bastón. Cambiamos unos palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
-No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia.
Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la gente dice Inglaterra.
Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la noche dormimos.
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón. y me ordenó que lo levantara.-¿Por qué he de obedecerte? -le dije.
-Porque soy un rey contestó.
Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló con una voz distinta.
-Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odin.
-Yo no venero a Odín -le contesté-. Yo venero a Cristo.
Como si no me oyera continuó:
-Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco. ¿Quieres verlo?
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía. Fue sólo entonces que -advertí que siempre la había tenido cerrada. Dijo, mirándome con fijeza: -Puedes -tocarlo.
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia como si hablara con un niño:
-Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
-¿Es de oro? -le dije.
-No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una barra de oro y sería un rey.Le dije al vagabundo que aún odio:
-En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo tercamente:
-No quiero.
-Entonces -dije- puedes proseguir tu camino.
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahi lo tiré.
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando.
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo, envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del bastón. Cambiamos unos palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
-No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia.
Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la gente dice Inglaterra.
Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la noche dormimos.
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón. y me ordenó que lo levantara.-¿Por qué he de obedecerte? -le dije.
-Porque soy un rey contestó.
Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló con una voz distinta.
-Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odin.
-Yo no venero a Odín -le contesté-. Yo venero a Cristo.
Como si no me oyera continuó:
-Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco. ¿Quieres verlo?
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía. Fue sólo entonces que -advertí que siempre la había tenido cerrada. Dijo, mirándome con fijeza: -Puedes -tocarlo.
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia como si hablara con un niño:
-Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
-¿Es de oro? -le dije.
-No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una barra de oro y sería un rey.Le dije al vagabundo que aún odio:
-En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo tercamente:
-No quiero.
-Entonces -dije- puedes proseguir tu camino.
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahi lo tiré.
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando.
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MARIO BENEDETTI
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
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Un día de estos
Gabriel
García Márquez
El lunes
amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen
madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura
postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de
instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa
a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones
sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que
raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas
sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la
dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con
obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una
pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se
secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea
de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de
once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el alcalde que si le sacas
una muela.
-Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro.
Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En
la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está
oyendo.
El dentista siguió examinando el
diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una
cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias
piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de
expresión.
-Dice que si no le sacas la muela
te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un
movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró
del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el
revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que venga a
pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar
de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde
apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra,
hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos
marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los
dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los
instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió
mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de
madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla,
una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió
que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la
cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con
una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin anestesia
-dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-Está bien -dijo, y trató de
sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola
con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías,
todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y
fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero
el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El
dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El
alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies
y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista
sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos,
teniente.
El alcalde sintió un crujido de
huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró
hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas.
Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco
noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se
desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del
pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba
temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso
desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos.
El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de
agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo
militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la
guerrera.
-Me pasa la cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la
puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.
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MACARIO (Cuento)
Autor: Juan
Rulfo
Estoy sentado
junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras
estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar
hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas
le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que
me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano
para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a
tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos
son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas
para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido
también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice
que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los
gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer.
Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina
la que me manda a hacer las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina.
Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre
todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida
de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes
a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca.
Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con
sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa
no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso
quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun
comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé
bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe
eso... Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre.
Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir
solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a
oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas
de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque
luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le
apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a
todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras.
Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente
que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban
hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso
estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena
conmigo. Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del
obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero
no, no es igual de buena que la leche de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo
que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente
las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que
nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las
noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de
mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar
de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua...
Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche
de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo
tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes.
Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la
madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de
ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna
noche... A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me
gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier
día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos
contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me
hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese
que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando
tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados.
Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda
la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me
perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No
porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y
tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días.
Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor.
Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la
cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del
corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y
uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello
suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando
viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia,
amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor... Y mi madrina dice
que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir
a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza.
Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber.
Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle
para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la
iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura...: "El camino de
las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro."
Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía
está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me
agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a
pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas
partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se
remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que
le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del
remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene
buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa... Yo
por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida
que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que
no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera
prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora
me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna
cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y
la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren
desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las
cucarachas que se meten por debajo de mi cobija... Las cucarachas truenan como
saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los
grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse
ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las animas que están penando
en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de
los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el
susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido
de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que
cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También
hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin
resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al
suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos,
se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez
uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima
para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me
la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no
se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos
todo lo que pude... De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si
anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente.
Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las
flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en
ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que
no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato
pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo
remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los
puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me
amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa,
aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir,
y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me
sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me
regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy junto a
la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en
todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que
me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará
por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces
le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que
mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación
eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver
entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están... Mejor seguiré
platicando... De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de
la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por
debajo a las flores del obelisco...
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AUTOR: HORACIO QUIROGA
EL HOMBRE MUERTO
El hombre y su machete acababan de limpiar la
quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas
abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era
muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los
arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas
al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un
trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba
de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no
ver el machete de plano en el suelo.
Ya
estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él
quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también
de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano
izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por
debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del
machete, pero el resto no se veía.
El
hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la
empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la
extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría,
matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su
existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en
que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a
nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista;
tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese
momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el
instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos,
esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta
existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es
éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias:
¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún...?
No
han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras
no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre
tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede
considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira.
¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué
trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va
a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
El
hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla;
¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No
viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente
el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy
cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... Es la calma del
mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba, el
hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé
el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que
a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su
cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago.
Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y
solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos
que pronto tendrá que cambiar...
¡Muerto!
¿pero es posible? ¿no es éste uno de los tantos días en que ha salido al
amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el
machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su
malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba.
No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el
puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas
hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando... Desde el poste
descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que
separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente
bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
¿Qué
pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en
su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos
de hormigas, silencio, sol a plomo... Nada, nada ha cambiado. Sólo él es
distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada
tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco
meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su
familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara
lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.
El
hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se
resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto
normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... El
muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
¡Pero
no es posible que haya resbalado...! El mango de su machete (pronto deberá
cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su
mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien
cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de
esa mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba...? ¡Pero esa
gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes
de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su
malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente;
sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado
casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor
que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy
grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha
visto las mismas cosas.
...Muy
fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a
las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se
desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para
almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere
soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No
es eso...? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo...
¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro
está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la
carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
...Muy
cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha
cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes
había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete
pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la
mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde
el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo
volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado
empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún
ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado,
echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos
los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la
gramilla -descansando, porque está muy cansado.
Pero
el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del
alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal
como desearía. Ante las voces que ya están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo,
largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a
pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.
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Autor JUAN BOSCH
La
carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga,
ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan
candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el
acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su
muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos
había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se
veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía
rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se
agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y
lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también
y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos
espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las
planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen
cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
También hay bohíos, casi todos
bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el
sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las
cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente
muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto
negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga.
Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el
sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce,
pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de
tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo,
las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero
no podía verse.
A medida que se avanzaba crecía
aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta.
Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un
auto".
Tendió la vista: la planicie, la
sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un
montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces
secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la
planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos
coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vio que era
persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la
única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los
cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
-¡Hija de mala madre! ¡Hija de
mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!
-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie
pasó -quería ella explicar.
-¿Que no? ¡Ahora verás!
Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas
de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer
sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de
llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no
vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro
días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la
verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la
criatura sufriera hambre tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara
con su hijo:
-¡Te mataré si vuelves a esta
casa!
La mujer estaba tirada en el piso
de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la
carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.
Quico tenía agua para dos días
más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el
bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de
sangre. Chepe entró por el patio.
-¡Te dije que no quería verte má
aquí, condená!
Parece que no había visto al
extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El
pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero
él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue
cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
El niño pequeñín comenzó a gritar
otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
La lucha era como una canción
silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las
pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a
Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó
por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero
cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi
negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el
golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después
abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un
esfuerzo.
La tierra del piso absorbía
aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.
La mujer tenía las manos
crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar.
Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero
sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la
mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los
vientos. Y cactos embutidos en el acero.
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